martes, 25 de agosto de 2009

Oldies: Medir el tiempo.

Momentos eternos.

Me resulta a veces confuso, poder medir el tiempo. Cronometrado por relojes, agendas y almanaques, se ve tan prolijo, encasillado, ordenado, rígido. Sin embargo, cuando uno siente el tiempo, nunca lo siente igual. Minutos interminables, segundos eternos, horas breves, días o semanas que se pasan volando (sobretodo cuando estamos de vacaciones), meses que se nos escapan de las manos y acumulan años en nuestras edades.

Cuando uno siente el tiempo, tal vez ocurra lo mismo que con los relojes de Dalí, el tiempo se tuerce y se desdobla. Los relojes, calendarios y agendas no cuentan, no pueden contenerlo y entonces es como que el tiempo plano, de una sola dimensión, literalmente no existe, desaparece, no cuenta más. Quizás porque cuenta más lo que sentimos y entonces, relegado a un lugar inferior, deja de tener importancia y entonces uno lo acepta así, como un telón de fondo difuso o invisible.

Recuerdo la primera vez que sentí el tiempo en toda su dimensión y su pesadez. Fue uno de los momentos más tristes de mi vida. Era la última noche que Edmundo pasaba en Pilar. Desde que, dos semanas antes, me había comunicado su voluntad de partir, pensé que era mejor que ese día llegara cuanto antes, para de esa forma, poner fin al sufrimiento que ya comenzaba a ser un compañero inseparable. Llevo grabada a fuego la imagen de esa última noche, cuando terminamos de separar los libros, me quedé recostada contra la biblioteca y sentí que los diez años que llevada por la rutina cotidiana de todos los días, siempre había considerado como un momento breve se amontonaban en mi espalda y en mi cabeza y cobraban un espacio nuevo y una dimensión desconocida. “El tiempo me pesa” dije y sentí el pasado proyectado vertiginosamente en un inmenso colage multicolor formado por el frío de los montones de inviernos, el letargo de las interminables tardes estivales, las hojas secas bailando en el viento de los otoños, el leve vuelo de las mariposas y las flores multicolores de las primaveras, los viajes, los nacimientos de los chicos, las fiestas, las peleas y las risas, todo junto enmarcado en un doloroso “nunca mas”. El presente era sólo dolor y el futuro una pequeña hoja llena de miedo. Tal vez fuera esa certeza del final lo que le daba al tiempo, agazapado en mi espalda, la sensación de mole invasiva, pesada, agobiante, enorme, demasiado cargado para mi entonces frágil comprensión de la realidad. Como si quisiera abrazar todos esos momentos vividos que se me escapaban y huían de mi vida, totalmente despojada, sentía que perdía todo lo que había tenido, incluso hasta los recuerdos. En ese momento el presente fue tocar el sueño destruido de un hogar que no fue, mirar impotentemente las maderas rotas del naufragio y respirar ese aroma de fracaso que nos llena el alma de cruda impotencia y las manos de una agria rebeldía.

Hoy, que he tomado distancia en todo sentido, pude recuperar todos mis recuerdos, que siguen formando parte de mi ser, y sé que todo ese dolor era necesario y que fue constructivo. Y no lo digo desde el despecho o el orgullo herido, sino desde la verdad de las acciones que inscribí después en aquella hojita de futuro vacío. Se me abrió un nuevo mundo más auténtico y mas en contacto con la felicidad que yo necesitaba. Me pude rearmar desde el abismo del vacío encontrando pedacitos de una Alejandra que desconocía y de otra que reconocía y abrazaba, ambas necesarias para volverme mas fuerte, mas sana, mas entera, mas humana. Los cuatro años que necesité para armarme y renacer en un espacio nuevo fueron la base que me dio la confianza necesaria para poder luego dar el inmenso salto de la migración que fue de alguna forma, empezar de nuevo.

Y pienso que la vida es así, vivir, aprender, cerrar ciertos ciclos y comenzar a fojas cero en otro camino a emprender. Para algunos es menos drástica y casi no notan los cambios, para otros, ignoro aún el por qué, es mucho mas marcada y obvia.

Vivimos en un mundo apurado, signado cada vez más por el tiempo, donde el minuto debe estar lleno de sesenta segundos siempre plenos y valiosos. Ese es el exterior. Todos sabemos que el interior es bien distinto. Lo de afuera es una capa superficial y necesaria para brindar un orden y una contención, para marcar el reto y el desafío, y debe ser un buen esclavo, nunca un amo. El tiempo interno está signado por el alma de cada uno y el alma no lleva reloj. Justamente porque el alma es eterna.

lunes, 17 de agosto de 2009

Oldies: El último diente de leche.

Hoy Barbara perdió su último diente de leche. Este es un hecho que generalmente pasa desapercibido. Y yo en realidad puedo afirmarlo con tremenda seguridad y sin posibilidad alguna de error, puesto que fue el dentista quien me lo informó y quien tuvo a bien sacárselo. El diente en cuestión se encontraba atrincherado y emberrinchadamente enamorado de la encía. Tal vez envestido con la fuerza y el estigma de ser el último representante de una raza en extinción, se negaba a partir y se había convertido en un verdadero problema. Se le estaba encimando con el diente definitivo, quien pugnando por salir ya había asomado medio cuerpo y la estaba convirtiendo en algo así como la hija de Drácula: ¡dientes ávidos de vida que crecen en forma desaforada!

Mientras la observaba sentada en el gran sillón del sacamuelas, pensaba que ese era el último exponente de esos dientitos que una vio salir con tanta alegría, esfuerzo y dolor. Mudos testigos que la acompañaron en su infancia, cuya ausencia es hoy la prueba de que la criatura creció. De alguna manera se cumple un ciclo y se cierra una etapa. Esta observación matinal se transformó en todo un día de pensamientos y sentimientos agridulces y desencontrados que ahora vuelco en esta hojita de papel.

El inevitable hecho de que los hijos crezcan nos causa contradictorios sentimientos de dolor, de alegría y de orgullo. Dolor de constatar que ya no son pequeños, de que cada vez nos necesitan menos en las urgencias, en las cosas que se ven y se tocan, en lo inmediato. De cierta forma esa necesidad se va pasando al velado mundo de los intangibles, donde el amor de los padres sigue allí de una forma a veces hasta tácita, menos inmediata pero siempre presente, la mayoría de las veces disfrazado de paciencia, donde uno va empezando a respetar las decisiones personales de esa criatura que de a poco, pero intermitentemente y con constancia perpetua, se va transformando en una persona, tambaleando en el mundo neblinoso de la adolescencia.

Se suman otros detalles insignificantes pero que cabe mencionar, como el hecho de que ellos crecen y nosotros envejecemos. Y entonces es también cerrar otro ciclo y comenzar uno nuevo y algo desconocido. La adolescencia vivida del otro lado del mostrador. Cosas que nos hacen comprender que nuestros padres no eran tan malos y hasta pueden haber sido, alguna vez, «víctimas » en vez de victimarios. Es, en realidad, y si queremos hacer las cosas prolijamente, cambiar un paradigma con todo el trabajo interior que eso nos trae acarreado.

También contamos con el orgullo acompañado del asombro, la incertidumbre, la alarma, el miedo, la empatía. Descubrir día a día los cambios que a veces nos desequilibran por completo, si no sabemos levantar la pata del automático, nos lleva a realizar verdaderos esfuerzos y apelar a la fuente universal de la comprensión y la tolerancia.

Trato de no pensar que la estoy perdiendo. Me convenzo de que su imagen de bebé, de chiquitina, de niña seguirá siempre en ella, invisible pero presente en esa metamorfosis que la transforma lenta pero irremediablemente en mujer y sé que si bien siento que la pierdo, la recupero en otro estado diferente.

Por otro lado y bien contradictoriamente, me encanta verla mas grande. Comprobar que cada día se desenvuelve mejor, que aprende a enfrentar la vida con valentía. Trato de guiarla con amor y con humor –cosa no siempre fácil-, de acompañarla en esta nueva etapa, de no desesperarme cuando la veo sufrir desengaños, de refrenar mis instintos víscero-materno-asesinos cuando alguien la hace sufrir... Me resulta muchas veces difícil, darle o a veces no darle una respuesta acertada a todas sus preguntas, dejarla ensayar su propia respuesta aunque sea errada y de enseñarle a asumir sus elecciones con responsabilidad.

La infancia… el lugar de las primeras improntas, del tiempo sin tiempo, donde los minutos están llenos de dibujitos de colores y las horas derraman pochoclo, caramelos y golosinas, el espacio donde estamos mas desprotegidos, mas necesitados pero mas en contacto con nuestra esencia, donde somos mas auténticos y puros.

A veces vivimos la vida a través de los hijos y ellos tienen el poder de llevarnos de la mano por los caminitos zigzagueantes de sus vivencias. Desandando el tiempo revivimos con ellos nuestro ayer y muchas veces, muñidos de una varita mágica, logramos iluminar situaciones nuestras que fueron oscuras y sanarlas para traerlas de vuelta al presente con la cura que otorgan la comprensión y el perdón.

Yo quisiera decirle a mi hija que hoy deja la infancia, que si bien para ella ahora es necesario cerrar esa puerta y de alguna forma traicionar los valores infantiles para así encontrar el espacio necesario de crecer, que la infancia no se termina nunca. Que uno puede vivir con responsabilidad, tanto en el mundo de la adolescencia como en el de los adultos, con muchos de esos valores que hoy ella encuentra caducos, vetustos y anticuados. Que no hay nada más lindo que volver a sentirse niño cada tanto y dejar salir esa forma tan ingenua, tan plena, tan libre, tan primaria, tan simple y tan verdadera de experimentar la vida. Que siempre seguimos siendo niños felices en el jardín eterno de la infancia y que podemos acceder a ese mundo para remontar esos sentimientos genuinos en el momento que queramos. Con tan solo desearlo podemos conectarnos con ese espacio que siempre sigue vivo y esperándonos. Es el lugar ideal para dejarnos llevar y seguir soñando con la magia, con el ideal, con todo aquello que nos guía y encanta y que se puede volver una brújula maravillosa para transitar por la vida si sabemos matizarlo con el resto de lo que nos toca y elegimos vivir.

La infancia, el lugar donde tejemos nuestras raíces, ha sido para mi hija un tiempo cálido y feliz. Ahora viene la etapa de formar las alas para luego desplegarlas y aprender a volar. Espero y deseo que todos sus ciclos se cierren como este, con naturalidad, sin prisas y con la alegría de un balance positivo.

En las fotos virtuales que llevo en el álbum de mi corazón hoy pego la de Barbie perdiendo su último diente de leche y comenzando a vivir en un mundo nuevo… Sonrío, pero no por ello dejo de sentir como una música de fondo que me trae una antigua, lejana y sorda tristeza llena de melancolía…

Oldies: Rarezas familiares: El síndrome de la radio.

Esta mañana nos sentamos a desayunar a las 07:15. Como todas las mañanas me someto al gran esfuerzo de arrear a mis hijos hasta la mesa de la cocina, los atraigo con trucos de odalisca china y despliego el ingenio y el humor para despertarlos sin sobresaltos y conseguir que tomen algo caliente y lleguen a tiempo al colegio. A esa hora de la mañana, son como mansas ovejitas, suaves y abúlicas, que se pasean por la casa como almas en pena o fantasmas extraviados que solo hallarán la paz volviendo al lecho.

Luego de haber cumplido con el desfile de bostezos y estiramientos de rigor, instalados ya en la mesa del desayuno, muchas veces logramos hilar conversaciones maravillosas pues una vez despertados, uno los agarra fresquitos y tiernos y si bien el tiempo es breve, disfruto mucho de esos instantes intensos compartidos al comienzo del día.

Desde Pilar que arrastramos la costumbre de tener la radio prendida como fondo para ilustrar el desayuno. Somos tan prolijos que, como cada uno tiene una en su cuarto, están todas sintonizadas en la misma emisión y entonces por toda la casa se puede escuchar lo mismo. Esta costumbre en realidad se hizo moda con mi madre, quien esgrimía una pasión desmedida y desatinada por saber, ni bien se levantaba, cual era la temperatura exterior. Siempre me pregunté cual era el sentido de tamaña adicción ya que mi madre salía poco y como un problema de regla de tres simple inversa, cuanto más se desesperaba por saber, menos salía a la calle. Después con la edad, como sucede con los conflictos graves no resueltos a tiempo, los síntomas se profundizan y se imponen con el escándalo de que, lo que en un momento llegó a parecer sospechoso y podría haber sido descartado, pasa a ser absolutamente normal y elemental y vuelve con la fuerza de recuperar el territorio perdido en el tiempo y en el terreno de la duda. Al pasar de los años, se le fue agudizando la dependencia climática y entonces saltó al plano de que tenía que saberlo hasta cuando dormía, así que ponía la radio en la almohada y mediante un audífono seguía escuchando en sus sueños.

Para la época en la que la televisión comenzó a exponer la hora en la pantalla, se emberrinchó en seguir con la radio puesto que necesitaba saber la sensación térmica y cuando hasta eso se mostraba por la tele, ya estaba tan acostumbrada y el vicio se había vuelto tan arraigado a su vida que descreía de sus ojos y sólo confiaba en sus oídos acariciados eternamente por los locutores radicales de turno. Con ellos libraba también cruentas batallas unilaterales e inútiles, dando su acalorada y apasionada opinión de los temas políticos de rigor, sobre los cuales exponía interminables y complicadas tesis, como si tuviera una audiencia de miles de personas y no como únicos oyentes al perro pequinés, al gato de angora, a los canarios amaestrados que vivían en libertad y a los utensilios de cocina.

Mas allá del tema que tocara, creo que por un problema de tonalidad vocal y sobretodo por la forma de reírse, tenía especial encono con Hugo Guerrero Martineiz, el peruano parlanchín. Simpatizaba con Badía a pesar de que en su programa nocturno la hostigaba con canciones de los Beatles, que siempre le provocaron hipo y contractura cervical. Adoraba a Larrea, a Mareco Pinocho y a Brisuela Méndez y era devota de Radio Colonia, no sólo porque pasaba la quiniela en la época prohibida, sino porque era la única que transmitía la verdad de los hechos durante los golpes militares, que en determinado momento histórico fueron otra adicción de nuestra querida patria y de casi toda Latinoamérica.

Se paseaba por el dial del AM con una habilidad nata que llegó a la excelencia luego de ejercerla por años con pasión de orfebre, devoción, tesón y esmero.

En realidad no le hacía mal a nadie y terminó siendo sumamente gracioso y pintoresco ver que mi madre marchaba por la vida al son de las emisiones de radio que alternaba distraídamente recorriendo el dial en su totalidad.

Cuestión que, cuando viviendo en Pilar, me di cuenta de que ponía todas las radios en la misma sintonía, me empecé a preocupar y a preguntar, si siguiendo el modelo materno, no estaría yo criando el mismo tipo de vicio pero amplificado y multiplicadamente diferido a varios aparatos al unísono. Llegué a la conclusión que como tan sabiamente dice Serrat, los hijos cargamos con los vicios de los padres. Por suerte de noche aun me abstengo.

Inicialmente aquí el síndrome de la radio comenzó más que nada para practicar el idioma y escuchar la temperatura, ya que al llegar, el invierno estaba en plena forma y yo no sabía si para salir había que tirarse el ropero encima o bastaba, como dicen las viejitas con “ponerse el saquito”. Superada la decepción inicial de esperar que apareciera “Daisy con los 40 principales” como en Pilar, comencé a alegrarme al ver que pasaban los días y los sonidos imposibles de ser interpretados al principio, se iban convirtiendo en palabras y cada vez era menos difícil hilar alguna frase coherente. Veníamos bien hasta que cambiaron el locutor radial de la mañana y volvimos casi a fojas cero. Me causó una cierta inquietud cuando empecé a escuchar el noticiero matinal de los cinco minutos de noticias, con crisis de angustia y ansiedad desmedida, puesto que al final, al llegar el instante de decir la temperatura o bien la decían rápido y no llegaba a escucharla o a descifrarla, o justo en ese momento alguno de los chicos interrumpía con algo y la información se perdía en la noche de los tiempos. Mi sanidad mental me hizo ver, que antes de matar a algún desubicado pero inocente hijo mío o sufrir un colapso nervioso de ansiedad matinal, era más simple y sensato poner un termómetro en el balcón. Fue así como la radio quedó como telón de fondo para las conversaciones matinales.

Esta mañana la radio Energy de Genève, estaba particularmente pesada y la música que se dignaban pasar, mas que lo modernoso que suelen exponer, parecía una mezcla de minué con gavota de los tiempos de Mariquita Sánchez de Thompson y con aires de marcha fúnebre. Entonces guiada por la añoranza de lo nuestro, y con un dejo de nostalgia procedí a ensartar un casete que tiene un popurrí de música argentina y que comenzó justamente con el tema “Te quiero” de Andrés Calamaro.

Cuando vivíamos allá Calamaro nunca fue santo de mi devoción. Pero esta mañana sentí algo extrañísimo. Mi cerebro seguía pensando que es uno más de tantos músicos que han tenido su éxito, simpatizo con la letra de varias de sus canciones, pero mi corazón, como si fuera una persona aparte, sentía como si estuviera en un recital, me gustaría gritarle “¡Sos mi ídolo!”, “¡Potro!”, “¡Grande Calamaro!” Y subir el volumen de la música, cosa que nos hubiera dejado sordos a todos pues el casete está viejo, gastado y emite interferencia de siglos anteriores.

Mientras observo como mis hijos toman mansamente el desayuno y Barbara me pregunta: “mami, ¿por qué en la Argentina cantan todos tan mal?”, en mi cabeza desfilan miles de imágenes de otros momentos vividos, el sol del verano iluminando el jardín de mi casa, los árboles, la pileta, Ramona trayéndome un elocuente mate de los que solo ella ceba y no he vuelto a probar en tres años, las caras de los amigos y la gente querida, mi padre y la imagen de la infancia de mis hijos jugando trepados en los árboles de la casa de Pilar. Todo ese pedazo de pasado que yo veo desde este presente y que me lo trae como un regalo anexo el hecho de escuchar esta música. Esa es la diferencia y siento que mas allá de que siempre pensé que Calamaro era un manso, ahora me emociona, no por lo que él canta sino por lo que eso me revive en el alma y en el corazón.

Esa es la diferencia entre escuchar canciones de Johnny Holliday y Leonardo Fabio. Mientras tanto el uno como el otro me provocan la misma sensación de incertidumbre nerviosa, Leonardo Fabio viene con recuerdos incorporados y eso le da una riqueza de la cual carece y adolece el europeo.

Pero volvamos al presente en el cual mis hijos se ríen con la canción de Calamaro que dice “te llevaste la cenicero y me dejaste la ceniza” y todas esas cosas profundas y trascendentes que suelen ilustrar sus canciones y que les provocan sonrisas por lo incoherentes, pero cuando llegamos al momento en que dice que “te llevaste marzo y te rendiste en febrero”, me veo en la necesidad de aclararles que uno, cuando iba al colegio allá, se llevaba materias a marzo o a diciembre y darles todas las explicaciones pertinentes. Fue algo que ellos nunca llegaron a probar, ni a entender porque no lo vivieron y me pregunto una vez más como se irán formando y guardando en sus almas jóvenes los recuerdos que los acompañaran en su vida posterior. Me pregunto si el día de mañana recordarán tal vez este diálogo matinal como yo recuerdo tantas cosas que me contaron de chica, con el sabor de un recuerdo de algo que yo no viví pero que compartí formando una imagen en mi mente, o si quedará en el olvido, tapado por otras cosas más importantes o más inmediatas. ¿Cómo se forman los recuerdos? ¿Hasta donde somos nosotros los que decidimos qué recordar y cómo? ¿Con qué parte de la verdad sazonamos las memorias de los momentos del pasado?

Una mañana que comenzó con esta reflexión profunda me hizo buscar refugio en escribir mi sentir y aquí estoy volcando todo esto al papel y tratando de encontrar sentido y respuesta para mis preguntas.

Yo quisiera saber ¿cómo nacen los recuerdos? ¿Qué los teje, los nutre, los agranda, los perdura y los fija? pero sobretodo ¿qué los borra? ¿Por qué hay momentos nítidos y detallados y otros borroneados como una foto vieja y desenfocada? ¿Por qué hay cosas que no podemos recordar? ¿Y por qué hay otras que prefiriendo olvidar, no logramos arrancar de nuestro pensamiento?

viernes, 12 de septiembre de 2008

Desventuras en el mundo de la búsqueda laboral.

Hoy tuve una entrevista en Medtronics. Hace mucho que busco trabajo y hace bastante que quiero trabajar; dos vías que no siempre corrieron paralelas, pero los últimos encuentros cercanos con algún tipo de empleo potable fueron un tanto nefastos. Primero tuve una entrevista en la sede del Consejo Ecuménico Mundial. Un lugar angélico, habitado por gente que está más cerca de Dios y genera menos stress y menor polución. Esa fue la sensación que me causaron todas las personas con las cuales me entrevisté. No era como entrar a una iglesia pero casi. Había una especie de velado halo de santidad que las recubría, un brillo especial en un lugar no apto para trepadores y villanos. Era para trabajar en el proyecto de la década contra la violencia y todo lo que me contaron me encantó pues era un proyecto mundial que encima culminaba con un congreso en el 2010 en Kingston, Jamaica, donde todos cantaríamos a coro las canciones de Bob Marley haciendo gárgaras con agua bendita y brindis con vino de misa.


Cuestión que luego de un par de pruebas y varios ayunos y salmos entonados en Maitines, me llamaron para contestarme que el puesto era mío. ¡Hurra! Fui feliz hasta que me comunicaron el sueldo y comprendí que el hecho de estar más cerca de Dios otorga más beneficios celestes pero genera menos dividendos económicos. Al ser una organización sin fines de lucro el salario era menor que el primer sueldo que tuve cuando llegué a Suiza nueve años atrás y encima sin aguinaldo. Lo peor es que ni siquiera sacrificando todo, llegaba a pagar los gastos básicos de los cuales el alquiler de mi casa continua siendo el top 1 y era exactamente la mitad del sueldo. Así que con mucho dolor y tristeza tuve que decir que no, por lo cual perdí el derecho a la canonización instantánea y Dios me castigó duramente como verán a continuación.


Al mismo tiempo había tenido una entrevista en una empresa brasilera de extracción de minerales llamada Valé, sita en St. Préx a unos veinte minutos de casa. Allí buscaban una secretaria con inglés, francés y/o portugués o castellano. ¡Ideal!!! El sueldo era excelente y tenía muy buenos beneficios sociales. También a este puesto le tuve mucha fe pues al final de una dura entrevista con dos mujeres (una de recursos humanos y otra del sector adonde postulaba), la de recursos humanos (que encima ostentaba el mismo apellido que mi amiga Kathy) me acompañó a la puerta y me felicitó por mi nivel de inglés. Y ahí me dije “el puesto es mío” y sonreí agradecida.


Grande fue mi sorpresa al recibir dos semanas después el llamado de la agencia informándome que la respuesta había sido negativa. Al preguntar si habían dado un motivo, quedé sorprendida y consternada cuando me explicaron que la empresa había informado que tanto mi nivel de idiomas como de competencia era muy bueno, pero que ellos (o “ellas” pues sin duda fueron las dos brujas que me entrevistaron) encontraban que yo era “demasiado sexy para el puesto”. La mujer de la agencia me preguntó cómo había ido vestida y le informé que exactamente igual que cuando la visité a ella. Me dijo que no entendía entonces que había pasado pero que me tendría en cuenta para futuros puestos y por supuesto, como casi siempre sucede en estos casos, nunca más me llamó.


Luego vino el verano y no pasó nada, por lo cual decidí y puesto que el desempleo me lo paga, anotarme en un curso de Power Point que termino hoy y que me ayudó mucho a airear mis neuronas, a salir de mi casa y pensando en otras cosas, postular vía Internet o correo a todos los puestos disponibles. De entre todos los requeridos, obtuve una respuesta positiva con opción a primera entrevista para el viernes 12 de septiembre que viene a ser hoy.


Así fue como anoche, ya en el límite de mis fuerzas, comencé a preparar mi atuendo con una tensión incrementativa un tanto persecutoria. Luego de ser considerada “la elegida” para la iglesia y “la sexy” para los brasileros (¡nada menos!), me sentía como en el mismísimo centro del bien y del mal. Decidí que debía poner especial atención al atuendo que era lo que sí podía controlar, ya que no sé si cuando estoy en entrevistas emana de mi algún comportamiento que se me escapa y que genera en los demás las opiniones mas diversas. Bárbara me sugirió que fuera en tailleur negro con camisa blanca, sobria y formal. Y aquí vino otro problema con respecto a la ropa. Y es que adelgacé, cosa que es buenísima, siempre y cuando uno termine y vuelva al peso original y la ropa le entre. Si bien he bajado 10 kilos, aun no he llegado al punto necesario para calzar mis pantalones de antaño pero tampoco puedo usar los otros pues me quedan grandes.


Para mi gran felicidad, logré entrar sin problemas en un pantalón Calvin Klein nuevo, que me había comprado en Las Vegas cuando visioné dos cosas importantes 1) que adelgazaría si realmente me lo proponía y 2) el precio final de la liquidación que al cambio resultaba una ganga. Solucionado el tema pantalón y visto que el blazer y la camisa no causaban problemas, pasamos al rubro calzado. Los zapatos potables no tenían el taco suficientemente alto para no tener que ponerme a retocar el ruedo del pantalón y como estoy muy alejada del reino del costurero, y sabiendo que hoy el clima no sería benévolo, busqué entre las botas de invierno. Entre la colección que juntamos con Barbara anexando nuestros respectivos tesoros, solo había una con el taco suficientemente alto la cual fue seleccionada por unanimidad: antiguas glorias de Ricky Sarkany que rescaté con inmensa alegría y muchos recuerdos nostálgicos. Pero… en cuanto me las probé, dime cuenta de que el taco (que era chino) estaba totalmente despegado de la suela. Como no quería ir toda de negro pero con botas marrones –era otra opción para no coser el ruedo-, busqué la cola de pegar, una especial que tengo y que pega todo de la noche a la mañana sin chistar, unté generosamente la suela, le empotré el gran diccionario Larousse encima y me fui a dormir tranquila.


La mañana, que amaneció lluviosa y fresca, también trajo la luz necesaria para constatar que los Calvin Klein no eran negros sino azul oscuro, hermoso color que queda espantoso con blazer negro o blanco, que eran mis únicas dos opciones de blazer. Los otros dos pantalones negros en mi haber me quedaban gigantes. Dispuesta a no darme por vencida ante nada, irrumpí en el ropero de mi hija y robé un pantalón negro que me entró y todo. Respiré aliviada hasta que me calcé las botas y comprobé dos cosas alarmantes: 1) el ruedo… mi hija es mas alta que yo y por ende el pantalón arrastraba de la peor manera, así que agarré la abrochadora y me zampé un broche de cada lado del pantalón paralelo a las costuras. Intenté pasarle marcador negro indeleble para que disimulara mas el gancho plateado pero el metal se negó enfáticamente a aceptar el color sugerido; y 2) en cuanto di el primer paso la suela se volvió a despegar. Se ve que la humedad ambiental intercedió o Dios no estaba de mi lado pues ahí ya no tuve más nada que hacer. Igualmente probé con otra cola especial para zapatos que rescaté de las garras de la heladera en aras de que se pegara mientras iba manejando en el auto y ensayé unos pasos sin cojear y tratando de que no se despegara totalmente. A esa altura ya no me quedaba nada de tiempo y aún no había cambiado de cartera, así que me apuré mucho, y logré meter en una bolsa el par de botas marrones opcionales para el caso en que la bota se disgregara de cuajo de la suela en un suicidio irremediable y partí al son de las canciones de Abba, las cuales luego de haber visto la peli Mamma Mía me acompañan adonde vaya.


A pesar de todos los inconvenientes matutinos y de que al leer las instrucciones para llegar al lugar tomara las del lado equivocado, logré llegar a destino con diez minutos de anticipación y todo. Estacioné el auto en el parking para visitantes y me presenté en la recepción que era atendida por dos hombres y una mujer. Me prestaron una tarjeta colgante que ostentaba mi status de visitante y me indicaron que tomara asiento en los sillones del lobby. A las 10:05 bajó Paul B. y me escoltó hasta la sala Mont Blanc donde se desarrolló nuestra entrevista que duró casi una hora. El lugar, la descripción del puesto y especialmente Paul (que es irlandés y tiene un llamativo aire a Patrick Dempsey) me encantaron. Me informó asimismo que entre hoy por la tarde y el lunes me comunicarán si sigo en carrera. Ahora solo queda esperar.


Desde Lausanne, cede de mi última clase de Power Point, al son del caer de una dulce y tímida lluvia, les mando a todos: ¡un beso gigante!


Alejandra

jueves, 28 de agosto de 2008

Oldies: La clase de gimnasia.

En vista de que los años pasan para todos y tanto la ley de la gravedad como la de la vida hace que los kilos se acumulen en cantidad desmedida y directamente proporcional al nulo ejercicio que realizamos, y aprovechando que un fitness local reabriera sus puertas (cerradas hace unos años por fraude —sí, acá también pasan esas cosas—) ofreciendo un abono anual ventajoso para mi ya maltrecha tarjeta de crédito, no le di muchas vueltas al asunto y me inscribí.

Comenzar a concurrir me llevó un poco más de tiempo. Escudándome en el hecho de que hace años que no hago una clase de gimnasia, decidí empezar con la musculación para así sufrir en solitario las vergüenzas de mi baja performance y escaso aguante. El paciente Eric me introdujo en el submundo de las pesas y de las bicicletas, cintas, escaleras, y demás enceres del métier. Para pasar mejor el rato, y como muestra del avance de la tecnología, estos aparatejos vienen muñidos de pantallas planas de TV y si uno se calza los audífonos, puede mirar y escuchar tranquilamente el canal de su elección mientras el cuerpo sufre, se acalora, transpira, se acalambra, se sofoca y se cansa. Es una linda forma de separar cuerpo y mente. Lo bueno sería saber aunque sea solo por curiosidad, en esos momentos, adónde queda el alma.

Luego de que una compañera de trabajo me insistiera en compartir una clase grupal de pesas que tomé con mucho temor y timidez y que fue todo un éxito, y de que otras experiencias agridulces —las cuales no van a ser narradas ni mencionadas aquí y ahora pero sí detalladas con pelos y señales en un futuro cercano— me suministraran el tiempo necesario, comencé a asistir al fitness con regularidad, compromiso, pasión, fe y hasta alegría en la mayoría de los casos.

No voy a decir que esto me cambió la vida, pero sí puedo asegurar sin mentir que me la volvió mucho más amena y divertida. Por supuesto, a la fecha, aún no he bajado un gramo, es más, he aumentado de peso, y eso se debe principalmente a que no dejo de comer y al hacer gimnasia tengo mas hambre, entonces entramos en el círculo vicioso de comer con culpa o sin ella, con o sin clase a cualquier hora y lugar, borrando con el codo todo lo que con tanto trabajo escribo con la mano en el gimnasio. Para poner un freno a este descontrol sideral, desde hace dos semanas concurro a una nutricionista, y les prometo que cuando quede en peso les mandaré una foto autografiada, pero volvamos al meollo del asunto que ya me fui de nuevo por las ramas.

Como les decía, mi vida comenzó a transcurrir plácidamente en el tiempo cronometrado por el remo, la bici, la cinta y las clases al tono que ahora han tomado la costumbre de apodarse Body-Algo: BodyPump, la de pesas; Body Step, la del banquito; BodyBalance, mezcla de taichi, pilates y yoga; BodyJam, la del bailongo; Body Combat es como la montaña rusa de las artes marciales, una mezcla de karate, box, taekwondo, taichi y muay thai; BodyAttack ejercicios que combinan aerobicos con los de fuerza y equilibrio. Por último, el único que no es Body-Algo, el nunca bien ponderado *RPM* Rythm & Power (ritmo y fuerza) que es una visita guiada grupal y virtual en una bicicleta que no se mueve del lugar, o sea, fija.

Esta idea maravillosa, prolijamente patentada y vendida en todo el mundo cual el Tetrapak de los suecos, fue inventada por una familia de Nueva Zelanda apodada Mills. El creador se llama Les, y ello dio por resultado que en su honor la empresa se llame Les Mills, y la gente crea que es un nombre francés en plural, cuando en realidad es un atleta visionario y apasionado que vive del otro lado del mundo y hace unos años tuvo una idea sanita y millonaria.

Según ellos mismos explican, la técnica combina entretenimiento con ejercicio cuyo resultado es una mezcla irresistible que nos inspira a alcanzar nuestras metas gimnásticas y aterrizar en los niveles de salud y bienestar deseados con facilidad, elegancia y equilibrio.

Cada clase es un bloque musical de doce canciones viejas y nuevas, que en sesenta minutos de coreografía hacen que la música rija los ejercicios, y sirva de ayuda y guía al profesor y a los alumnos. Es una técnica revolucionaria y práctica, algo así como el wash & wear de la gimnasia. Las coreografías minuciosamente numeradas, son cambiadas cada tres meses, para que nadie se aburra y/o se tare o se tilde. O sea, que cuando el ejercicio te empieza a salir modestamente bien, y una se siente fuerte y diestra, te cambian el libreto y volvés a fojas cero para comprobar que la vida es un eterno comienzo.

Una licencia global de diez mil clubes que danzan al ritmo de sus melodías convirtió a Les Mills en líder mundial del fitness grupal a mediados del año en curso. Con 4 millones de participantes semanales y licencias en 67 países independientes, Les Mills ha ganado el reconocimiento mundial. Es como para no sentirse solo sabiendo que tanta gente en distintos lugares del planeta hace lo mismo que uno. ¡Ni siquiera en el gimnasio zafamos de la aldea global! Según una revista del ambiente, “Les Mills ha hecho por la gimnasia lo que Mc Donalds ha hecho por las hamburguesas”.

Ahora que ya los he desasnado con relación a las últimas novedades del mundo de la toalla mojada, sigo con mis experiencias particulares al respecto.

Si bien al principio adopté un aire invisible pues entré con la autoestima anclada en el subsuelo y dando rienda suelta a una timidez desconocida, traté de pasar inadvertida, una vez que comencé a conocer a la gente, no tuve mas remedio que ser la misma de siempre y dar lugar a los papelones acostumbrados y de rigor.
Después de meses de no interesarme más que en las ofertas del súper y de hacer esfuerzos titánicos para no olvidarme de pagar las cuentas al día o no confundirme los días y horarios autorizados para lavar la ropa, una mañana, mientras me ejercitaba en el remo al ritmo de las canciones de Enrique Iglesias, sin saber por qué me sentí interesada nuevamente en el sexo opuesto. Fue como volver a la adolescencia pero en modo visual. Me contentaba con observar, como si hubiera descubierto súbitamente que los hombres también comparten el planeta con nosotras. Y todos me parecían igualmente maravillosos. Los elegía cada vez más jóvenes, ya que soñar y admirar es gratis y no ocupa lugar. Fue así que mi vida cambió de perspectiva y la ausencia de fitness me provocaba accesos de angustia aguda por lo cual iba todos los días y me quedaba cada vez más tiempo, dos horas mínimo, incursionando siempre en el arte de la contemplación, ya que al sentirme Moby Dick no podría haber hecho otra cosa.

Uno de esos días en el cual había terminado con mi sesión de bici reductora, me abocaba a la tarea de limpiar el vehículo, para lo cual nos dejan a mano un rollo de papel y un rociador. En la bici de al lado, un señor pedaleaba alegremente su rutina hasta que su placidez facial fue interrumpida por el chorro de líquido desengrasante que la que narra no acertó a dominar y en vez de posarse sobre el manubrio, llovió felizmente sobre el pobre deportista. Es en esos momentos sublimes de la vida en que daría cualquier cosa por desaparecer de la faz de la tierra y donde me pregunto si estas cosas me pasan solo a mí. Con mi mejor cara de inocencia y sorpresa, realmente genuinas, me deshice en disculpas rezadas en varios idiomas y huyendo por el foro me perdí en el vestuario. Mientras me derretía en el sauna buscando purgar mi pecado, pensaba que hubiera sido un lindo comienzo para una historia de amor: unidos por el desengrasante tejieron una historia de amor con el fondo de los aparatos de entrenamiento.

En fin, cuestión que en un momento dado del cual no registré la fecha exacta, me crucé con un espécimen que bien podría valer la pena. Digamos que hice a un lado los amores platónicos con los de 20 y 30, y encontré algo que entonaba más con mi edad y experiencia, sin caer en la decadencia absoluta. Porque en realidad en el fitness hay de todo, como en botica, pero en los horarios mañaneros en los que yo suelo concurrir, que es en general en el horario en que mi neurona rinde más, está sembrado de gente de la tercera edad o cercana a ella. Suelen ser, en el caso de los hombres, pasajeros que comienzan a estrenar su edad jubilatoria y luego de una vida de no hacer nada, deciden que en el tiempo libre es bueno ejercitarse y hacer un poco de vida sana. Así es que, en la clase de los viernes, contamos con dos ejemplares totalmente oxidados y anacrónicos, pero que armados con un tesón y una esperanza inagotables hacen que los admiremos por el coraje de tratar de hacer, sin lograrlo nunca, las cabriolas que a todas y a todos nos cuestan un Perú.

Volviendo al tema del candidato, iba bien en edad, en formas, en atuendos (le gusta el naranja Nike), prolijo, educado y amable, en fin, casi todo. El único defecto era que en el anular izquierdo ostentaba un anillo, que nunca llegué a saber si era de los de evitar. Pero como lo mío era platónico, seguí adelante con el tema. Se lo conté a un par de amigas que fomentaron mi entusiasmo con alegría, diciéndome algo que aún no he logrado dilucidar: “Es el comienzo de la mejoría, ya vas a ver”. Sigo sin saber de qué me tengo que mejorar. También se lo conté a Bárbara, quien reaccionó con la misma alegría, pero evitó el comentario.

Al mismo tiempo, descubrí la clase de BodyJam o bailongo al tono y me fascinó. Son todas coreografías que se van construyendo con pasos sumamente simples que a medida que los vamos repitiendo, se vuelven cada vez más complicados, pues en cada repetición la profesora le inserta nuevos movimientos. Las primeras tres clases las dio un tal Fabián, un muchachito de no más de 25 años que evidentemente era gay, pero que me provocaba el morbo de una manera infernal. Con varios piercings, tatuajes y pelo corto pero tipo/en modo escarcha vertical, vestido siempre de blanco, no era ni lindo ni feo, ni bajo ni alto, ni gordo ni flaco, un verdadero NI, pero el sólo mirarlo me transportaba a los escenarios mas lascivos, lujuriosos y apasionados, y se me ocurrían cosas que ni yo misma sabía que podrían existir, tanto que en más de una oportunidad estuve tentada de invitarlo a seguir la clase en mi casa. A qué profundidad llegará mi decadencia que ya ni a los gay respeto.

Luego, y por suerte para todos, volvió la profe titular, y pude evitar las distracciones de antaño y conciliar nuevamente el sueño. Yo no sé por qué esta clase me gusta tanto, ya que hago todo al revés, pese a lo cual me divierto como loca. Las primeras clases estuve justificada puesto que las demás conocían los pasos y yo era la nueva, pero a medida que avanzamos en el tiempo y seguí haciendo el ridículo, la profe perdió las esperanzas y todas se acostumbraron a esta gordita que baila a contramano por la vida. En realidad, a mí no me molesta tanto el tema de no embocar los pasos como se debe, trabarme en los kick and tap (una especie de tortura dancística que puede desencadenar doble fractura expuesta de tobillos) o marearme cuando hay que hacer más de un giro, sino lo que no soporto es que obligadamente me tengo que mirar al espejo y me siento verdaderamente Moby Dick en busca del ritmo. Para evitar esa confrontación con la realidad, empecé a centrar mi mirada en los pasos de la profe (que en contraste con la que narra siempre son espléndidas en forma, figura y performance) y me ubiqué en la última fila; allí no sólo nadie veía mis errores garrafales, sino que tampoco me veía yo. ¡Genial! Todo fue bien hasta que a la profe se le ocurrió insertar un salto con semigiro hacia atrás y allí quedé yo en primera fila, tratando de convertirme en ninfa esbelta, elevada por los aires a destiempo (siempre voy con un compás de retraso), tirando mi cabecita hacia atrás en una de las actuaciones mas ridículas de mi vida. Pero lo sobrellevé con dignidad, es más, hasta me sirvió para aterrizar sin mayores daños en la realidad de mi vida. Ahora que estoy firmemente convencida de que aunque baile “Baby Boy” nunca voy a ser Beyoncé ni Jennifer López, la vida se me ha vuelto más sencilla, como si la exigencia de ser perfecta se hubiera evaporado totalmente. En eso también contribuyeron, una vez más, mis hijos. Nunca olvidaré las trágicas caras de rechazo, espanto y horror cuando yo llegaba a casa totalmente entusiasmada y, en estado efervescente les ensayaba orgullosa los pasos y las coreografías aprendidas en clase, encima de los temas musicales de moda que a ellos les encantan. ¡Qué ingratos pueden ser los retoños!

Los dos remates finales en este ajuste de cuentas con la vida los puso Kevin quien, en agosto pasado, cumplió 18 años. Desde entonces todos las semanas se percata de algo que puede hacer, en el sentido de que ya no necesita del consentimiento y del permiso materno, como ser: casarse, sacar una tarjeta de crédito o el registro, irse a vivir solo, viajar, emigrar, en fin, todo. Pero el broche de oro fue una mañana de la semana pasada. Fuimos juntos al fitness y como Kevin terminó antes que yo, me esperó afuera con Van, un amigo nuestro. Al saber que me esperaban, para ahorrar tiempo, no me sequé el pelo y salí así, fresca y natural, con los cabellos tirados hacia atrás y mojados. Kevin se me fue acercando despacito y, a medida que me observaba, su rostro se volvía más serio y preocupado, tanto que le pregunté: “Pero ¿qué pasa, tengo algo malo?”. Mirándome con cierta compasión y mucha ternura, me dijo despacito: “Mamá, ¡tenés el pelo blanco!”.

Volvamos a temas más gratos, como mi caballero andante, alias Naranja Mecánica por los atuendos en tonos de blanco y anaranjado. Noté que era algo fana de la bici pues un día lo vislumbré en la clase del mediodía de *RPM*. Otro día mientras yo pedaleaba fatigosamente en una bici y charloteaba con mi amiga Berenice, él hizo 20 minutos ininterrumpidos de cinta, corriendo como un verdadero maratonista. Eso me permitió analizar con profundidad su parte trasera puesto que estaba de espaldas, y pasó el examen con mención especial.

Una de mis compañeritas de clase, es otra argentina que se llama Claudia y es fan del deporte también. Al ver que ella concurría a las clases de *RPM* le pregunté si eran muy difíciles o fuertes, me dijo que no, que si yo hacía bici en la sala bien podía probar este curso en cualquier momento. El momento justo llegó un jueves que fui a tomar una clase de BodyJam por la tarde. Ya había participado en la de la mañana, pero volví por la tarde para reivindicar el papelón matinal y a continuación de esa misma, venía la de la bici en seco. La clase la daba mi profe preferida que es Michelle y que se puso recontenta cuando vio que me tendría como alumna en esta otra disciplina. Mientras yo iba al vestuario a cambiarme la remera le pedí a Claudia que me reservara la bicicleta de al lado de ella. Cuando volví a la sala, que estaba llena de gente, todos habían ubicado sus bicis en semicírculo y mismo antes de comenzar estaban ya pedaleando como desquiciados al son de una música estimulante y estridente. Michelle, que nunca entendí por qué me quiere tanto, estaba ajustándome la bici. En esta técnica los pies van atados al pedal, intuyo que para evitar que la gente huya despavorida escapando de esta sesión de tortura. Colmada de atenciones y sin vislumbrar lo que se avecinaba, tomé asiento en mi máquina, sintiendo que todos me miraban pues la profe, como si fuera mi mamá, me ajustaba la silla (como soy enana siempre hay que bajarla) y las correas de los pedales. A mi derecha Claudia me daba ánimos y, como un regalo del cielo a mi izquierda estaba ubicado en carne y hueso, Naranja Mecánica en vivo y en directo. Entre el cansancio de las dos clases de Bodyjam, los nervios de este encuentro cercano con el hombre de mis sueños, las muestras de cariño de mi profe y la efervescencia del grupo que yo no compartía y que me hacía sentir una enajenada, Michelle montó su bici y comenzó la clase. Todo fue bien los primeros cinco minutos en los que todo el mundo pedaleaba a un ritmo normal disfrutando de la música y de los consejos de la profe. Comencé a preocuparme un poco cuando noté que en la barra que baja del manubrio hasta los pedales se hallaba ubicada una especie de canilla con aspecto siniestro y sospechoso. No había terminado de reparar en la misma cuando la vocecita angelical de Michelle dijo que nos notaba muy cómodos y que había que apretar la canilla dándole una vuelta entera. Mis temores iniciales se confirmaron con rapidez puesto que al hacer lo sugerido, los pedales se volvieron unos objetos insufribles, infinitamente pesados y densos, un verdadero tormento espeso y yo comencé a sentir que mi peli se filmaba en cámara lenta. Debo de haber puesto una cara muy elocuente puesto que Michelle me dijo suavemente que no me preocupara ya que era mi primera clase. Pero yo seguía con la contrariedad que mientras, todos, absolutamente todos, pedaleaban sin problemas y alegremente, yo moría en cada vuelta de pedal que tornaba mi existencia difícil, pesada, acalorada, sudorosa en grado extremo y sumamente dolorosa y angustiante. Pero esto no acabó aquí, Michelle, como ajena a la vida real de este mundo les dijo que había que ajustar un poco más la canilla y pedalear de parados. La viveza criolla me salió al paso y aproveché la maniobra para girar la canilla para el otro lado, sin que nadie se percatara de mi astucia, la cual duró poco pues acto seguido cuando quise pararme, los pedales se quedaron clavados en el aire y me fue imposible continuar. Muerta de vergüenza y antes de que los demás se dieran cuenta (como si a alguien le importara) me senté y seguí pedaleando con gesto distraído mientras le espetaba a Claudia en castellano todas las impurezas que se me pudieran pasar por la cabeza, tipo, “ustedes son todos una manga de enajenados, no puedo creer que alguien disfrute haciendo todo esto, esta bici tiene un defecto de fabricación, y otras cosas que prohibía la censura.”

Mientras recitaba todos estos desatinos y me cansaba más aun, pero por lo menos desagotaba mi frustración, humillación, dolor y el hecho de sentirme un vejestorio inútil y gordinflón, miraba de reojo el reloj digital que se encuentra en el centro del salón. Los minutos no pasaban mas, cegada por la desesperación llegué a pensar que se había descompuesto y que nos quedaríamos toda la vida encerrados en esa clase de tortura a pedal, tanto que comencé a suplicarle en silencio al reloj que marque las horas una especie de contrapartida del bolero Reloj en el cual no tenía que pasar el tiempo. A todo esto y como corresponde, los demás seguían en su mundo alegremente festejando la fiesta del pedaleo absoluto, ajustando sus canillas y viajando virtualmente quien sabe donde. Cuando comprobé que los minutos pasaban lentos y difíciles y que el abrir la canilla ya no suavizaba en nada mis angustias, que mis piernas se acalambraban y ya no sentía los pies, me dije que indefectiblemente había llegado el momento de la retirada puesto que si continuaba así el esfuerzo físico podría desembocar en situaciones desagradables, tales como nauseas, vómitos, desvanecimientos y/o espasmos epilépticos. Tratando se conservar la elegancia, y de que el Parkinson no me atacara la mano ni el brazo, le hice a Michelle una seña elocuente, que entendió al vuelo. Paré de pedalear y traté de no enredar mis dedos en las correas mientras me desprendía de los malditos pedales y le mascullaba a Claudia en tono de despedida: “¡esto no puede ser normal!” Naranja Mecánica, que no debe de entender el castellano pero intuyo que captaba el tono de mis comentarios, reía divertido y me miraba de costado, fue lo único positivo de este encuentro cercano con el deporte pedaleado. Cuando me retiraba de la sala, asombrada de poder caminar aún, Michelle me seguía nombrando y diciendo que me esperaba en una clase próxima, cosa que valió que todo el grupo se percatar de mi partida y esgrimieran sonrisitas consideradas para la que había capitulado a favor de la vida y el reposo muscular. Luego de este papelón deportivo, partí a Buenos Aires y a mi retorno aún no he podido recobrar el ritmo de antaño. Luego de haber participado en ese intento de acercamiento al mundo cíclico y haber comprendido en carne propia por qué Vargas Llosa los llama “las ruedas autistas del ciclismo” no me tienta el reintentar otra de esas clases por el momento, sobretodo teniendo tantas otras que elegir. No he vuelto a cruzarme con mi enamorado, tanto que ya casi no me acuerdo qué cara tenía, cosa que tampoco me preocupa mayormente.

En realidad, nunca se me pasó por la cabeza al anotarme en el fitness, que me encontraría con toda la gente que tuve la oportunidad de conocer. Fue como una caja de sorpresas o fue tal vez que mis rezos fueron - ¡al fin!- escuchados, pero hay una camaradería, un buen ambiente y buen humor que hacen que todo lo que una sufre se sienta leve en comparación con lo que se disfruta, que hacen que uno tenga ganas de volver. Me siento parte de un club, de un grupo y es la primera vez que me pasa desde que vivo en este país. Así que levanto mi copa y brindo por la salud y el ejercicio y prometo volver con más anécdotas de esa nueva etapa deportiva que hoy alumbra mi vida.

domingo, 24 de agosto de 2008

Oldies: Ser Extranjera

Anoche fuimos a comer afuera con una pareja de amigos de Marcelo. Hacía mucho que yo quería conocerlos pues Walter, francés de Alsacia, fue con Marcelo a navegar varias veces al Caribe y era un poco como el héroe legendario de todas esas anécdotas caribeñas que Marcelo me contó con tanto entusiasmo y mechadas con tan buenos recuerdos. Jean-Renée, su mujer, es suiza. Como no tienen hijos, trajeron al perro, un bóxer llamado Max de un año de edad que se portó impecablemente bien.

Fuimos a comer a un restó gastronómico de esos que se encuentran a la orilla del lago Leman y que por ende son elegantes y caros. El “Chateau des Fleurs”, que también es un hotel, donde fuimos atendidos por cuatro mozos que seguramente estaban en pleno estreno y despliegue de sus dotes estudiadas con esmero en la famosa escuela internacional de hotelería suiza. El hecho de que el perro ocupara un lugar en el piso al lado de su amo, provocó un verdadero revuelo que no pudieron superar en toda la velada. Por mas que Walter les explicó que ya no importaba mantener las posiciones de rigor para servir, como la creatividad es algo que no se estudia y obviamente en este país tampoco se requiere ni se premia, no supieron inventar otra que tratar de pararse arriba o al borde del pobre perro para seguir ensayando sus poses adquiridas en un acrobático intento vano por aceptar simplemente la realidad: había que pasar por otro lado. Estaban tan pendientes de hacer todo bien y era tan poca la espontaneidad de la que disponían, que el mínimo margen de error los sumía irremediablemente en la comedia de los equívocos en vías del desastre completo, con la diferencia que aquí nadie reía. Creo que mas de uno terminó —como la chica que apoyó prematuramente en la mesa la inmensa copa cristaloidea que contenía el hielo, antes de que el maître hubiera introducido los dos cubitos de rigor en mi aperitivo— con úlcera perforada y reprimendas varias. La mirada taladrantemente expresiva de la que fue objeto no se me pasó por alto y la pobre que ya estaba pálida y nerviosísima, pasó al verde lívido y estoy segura de que al llegar a la cocina debe de haber sufrido una crisis frenética y unas cuantas amonestaciones que redundaran tal vez en un descuento en su sueldo. Yo trataba de calmarlos con cálidas miradas de agradecimiento y mercis susurrados a repetición pues me producía una inmensa pena verlos sumidos en tanta confusión y aún así seguir perseverando en conseguir algo perfecto que no servía para nada. Pero estaban todos tan pendientes de su esmerada actuación que no creo que mi pobre mensaje de paz y tranquilidad, les haya hecho mella en algún momento. La mesa estaba tan llena de cosas que era casi imposible moverse con comodidad y uno se terminaba preguntando para que quería tanta copa, tanto cubierto y tanto platito que lo único que lograban era dificultar la digestión de la comida servida, que, eso si, era una verdadera delicia.

Así que heme aquí, en el medio de un despliegue de esmeradas atenciones y tratando de seguir la conversación en francés, entendiendo poco al oír hablar de gente que no conozco y de situaciones ajenas en las que me resultaba difícil intervenir o dar una opinión. Mansamente me puse en auditiva, tratando de acompasar y observar para conocer y comprender a estas nuevas personas que tal vez por un capricho del destino y sin explicación cósmica, irrumpen en mi vida de este ahora. En un momento se habló de cine cómico francés, empezando por la maravilla de “Asterix y Cleopatra” y eso me puso contenta porque amo el cine y había varias películas que había visto, pero cuando lograba hilar una frase coherente sobre mi opinión al respecto, ya estaban en otra peli que tal vez yo no había visto; esto sucedió varias veces hasta que agarrándome del rubro de películas recomendables y meritorias, logré citar “Los unos y los otros” excelente film de Claude Lelouch, año ‘81 u ‘82 si no me equivoco, un film que da mucho para comentar. Walter tarareó una canción que en realidad era la música de “Un hombre y una mujer”, otra famosa película de Lelouch pero del ’66. Cometí el error de corregirlo con año y todo y si bien lo disimuló riendo, no le gustó nada y eso puso fin a la discusión cinematográfica y a mis pocas posibilidades de intervención en un tema neutro que hubiera servido para perfilar una opinión personal y de ese modo dar a conocer un poquito de mi persona. Eso, si la gente tiene ganas de conocerte y le da la cabeza para analizar tus comentarios y lecturas particulares.

Mientras avanzaba la noche comencé a sentirme cada vez mas frustrada de no poder decir ni intervenir en nada y ojo, no pretendía ser la estrella ni ostentar un rol protagónico ni mucho menos, solo quería ser una mas del grupo. Me sentí dejada de lado, aislada, triste, poca cosa, pero por sobre todo me sentí extranjera, hecho que me disgustó mas que cualquier otro.

Cuando volvíamos para casa en el auto estaba realmente angustiada, pues no es la primera vez que me pasa una cosa así. Antes me excusaba pensando que era por no comprender las sutilezas del idioma o ciertos chistes, o muchas veces por una diferencia de cultura, aquí muchos tienen poder económico y son educados pero eso no va de la mano de la cultura (tanto museo y obra de arte al reverendo pedo!). Y no es que yo me sienta “El libro gordo de Petete” pero digamos que en el ámbito que siempre me moví, hay ciertas cosas que uno comenta, aunque sea un artículo del diario, una exposición, un libro, la música, el cine, etc. Pero anoche comprendí que es doloroso no tener un espacio en una mesa amistosa, y que en el fondo todo eso no es otra cosa que pagar el derecho de piso con cierta abnegación y sacrificio, disimulando la bronca que nos provoca no ser tenidos en cuenta y ser el último de la fila.

Me di cuenta de la gran diferencia que hacemos los latinoamericanos con los extranjeros, que en general los hacemos sentir a gusto, les preguntamos de donde vienen, como se sienten, como es su lugar de origen, que extrañan y qué añoran. Nos gusta saber que hay en otros lugares, como somos vistos a través de otros ojos, poder compartir, aprender y de ese modo ensanchar nuestro universo humano. Al europeo medio, no le interesa agregar nada a su ya muy satisfecha vida. Ese individualismo me pareció tan pobre y tan triste, tan poco humano… Desde mi simpleza y mi ignorancia, me pregunto si la guerra se sigue cobrando víctimas décadas después y deja este saldo tan horrible que no solo pagan los descendientes de los que la vivieron sino los descendientes de los que se salvaron, los que no la vivimos y debemos integrarnos a una sociedad afectada. Sobrepuesta en lo económico pero no en lo psicológico.

Este es el mundo que me toca vivir hoy. Detrás de toda esa magia y de esa aventura que es la migración para vivir en un lugar mejor, se rasga el alma y salen estas cosas, cosas lógicas que muestran la parte oscura de una sociedad: el individualismo.
Por eso, todos aquellos que me hacen tanto bien diciéndome “que bien que te fuiste”, cosa que tanto agradezco pues una a pesar de todo sigue dudando, tal vez puedan entender todas estas sutilezas que también forman parte de la vida. Son cosas que jamás me imaginé que pasarían, no sabía que existían, pero existen y están y hacen que uno sea menos feliz de lo que imaginan aquellos que se quedaron. Hacen que uno valore más de donde viene, la educación recibida, la patria grande, el compañerismo y la poca discriminación que se vive en nuestro país.

En el fondo debo sentirme agradecida pues puedo ver las dos caras de la moneda y eso me hace infinitamente rica, pero no me quita la tristeza y no por ello dejo de añorar, todos los días de mi vida, la tierra que dejé y la gente que amo que quedó allá lejos en el Sur de mis afectos…

sábado, 23 de agosto de 2008

Oldies: El mito de la eficiencia europea.

La imagen que uno tiene de Europa viviendo en la Argentina, esta magnificada e idealizada por varios factores concretos. A saber:

El hecho de que gran parte de nosotros seamos nietos o descendientes de europeos indica que obviamente fuimos criados y recibimos desde nuestra cuna la tradición de los pueblos de origen. Mamamos las añoranzas de nuestros ancestros que con el tiempo y la distancia se acrecentaron al paso de los años... todo aquello que se vuelve imposible, en la mayoría de los casos, se idealiza y se desea aun más. Si sumamos que nuestro país involuciona y que Europa salió de las guerras y se convirtió en un lugar estable y próspero, comprenderemos que el legado inconsciente que hemos recibido se torna cada vez mas lógico y verdadero.

Europa es rica y lindísima. Es ordenada, muy ordenada y estrictamente disciplinada, si la comparamos con nuestro desorden y nuestro caos sudamericano.

El hecho de que sea ordenada y disciplinada no quiere decir que también sea eficiente si bien es mucho mas fácil ser eficiente desde el orden y contando con la disciplina como accionar. Pero como todo en la vida, siempre hay un lado brillante y un lado oscuro. Tendemos a mostrar el brillante y a esconder el oscuro. Los países también hacen lo mismo pues están formados y habitados a la imagen y semejanza de sus ciudadanos.

La mayoría de nosotros estamos signados por un hecho concreto que en algún momento debemos de cumplir inexorablemente para que nuestra vida sea completa. Son esos mandatos ineludibles que muchas veces no racionalizamos pero que inconscientemente están en nuestro interior como algo pendiente a cumplir para sentirnos realizados. ¡El famoso viaje a Europa! Eso significa que en algún momento abordaremos un avión y pasaremos “x” cantidad de tiempo en el viejo continente, en un tour paseando y admirando todo. Como turistas de vacaciones, viviremos momentos inolvidables visitando lugares maravillosos, acumularemos anécdotas deliciosas, escribiremos postales, sacaremos fotos... Es algo así como vivir el delicioso comienzo de un enamoramiento, donde todo es descubrir con interés y mucha energía lo lindo, lo bueno, lo sano. El tiempo nunca nos alcanza para vivir lo suficiente parándonos en la desnuda realidad de lo cotidiano y aprender que en toda partes se cuecen habas. Es casi imposible llegar a detectar el lado oscuro de ese continente maravilloso, al que venimos tan bien predispuestos, en el breve lapso de unas vacaciones.

Si dejamos de lado los paisajes, las autopistas, los museos, los miles de siglos de civilización que fueron necesarios para crear las múltiples comodidades del sistema europeo, descubriremos que detrás de todas esas cosas hay gente que tiene los mismos miedos que todas las personas del planeta y contrariamente a la idea que nos hicimos ... no son mas inteligentes que otros, simplemente viven en países mas prolijos y organizados por contar con siglos de civilización y enseñanzas tan extremas como dos guerras que dejaron como saldo positivo lo que encontramos hoy.

También cuenta el hecho de que aquí las necesidades básicas están cubiertas y contempladas. El estado te ayuda a llevar una vida fácil y te encarrila a que seas un ciudadano que cumpla con sus deberes para poder tener acceso a los derechos. Creo que allí esta el quid de la cuestión. La gente que nació con esta costumbre de ser asistida generalmente nunca paso por las crisis que nosotros hemos pasado y entonces no tienen la flexibilidad necesaria para poder parase en otro lugar y ver las cosas desde la otra orilla. Viven agarradas del estimulo-respuesta como si fuera un solo bocado y no una experiencia de dos pasos. Entonces se pierde la emoción de lo autentico pues todos responden igual. Se nota la ausencia de creatividad, de calidad y calidez en las respuestas. No pueden aislar su respuesta y comandar desde sus sentimientos y racionalizaciones personales justamente porque carecen de ello. Están tan automatizados que se han olvidado de pensar con libertad de raciocinio y de sentir con el corazón. La rutina les ha borrado todo rastro de originalidad.

Nunca me voy a olvidar cuando un día hablando con Leticia por teléfono, y luego de haberle descrito los básicos del sistema de desempleo y la reinserción laboral, ella se sorprendió de lo bien organizado que estaba todo y me pregunto: “y decime Ale, ¿la gente es feliz?”... Una de las cosas que más me impactó cuando llegué a Ginebra fueron las caras sin sonrisa y la poca amabilidad de la gente en lo cotidiano. Y una de mis mayores incógnitas es llegar a saber de que se nutre toda esta gente que esta tan cómoda y tan satisfecha. ¿O será que cuando estamos bien no podemos aprender y solo cuando el dolor nos espolea le damos verdadero valor a la vida y nos volvemos conscientes de nuestros sueños? ¿Tan hijos del rigor somos?

Ignoro que hubiera pasado conmigo si yo hubiera nacido aquí y desde la cuna no hubiera sufrido ninguna privación, si no hubiera estado expuesta a esta migración que tanto me duele pero que tanto me enseña. ¿Podría darme cuenta de que hay otra manera de vivir? Supongo que mi vida sería bien distinta sin todas las experiencias vividas y me pregunto que clase de ser humano sería. ¿No soy un poco dura con toda esta gente que tanto critico simplemente porque al no haber tenido “mis experiencias” se comporta diferente de mí?

Mas allá de ese sentir y de estas incógnitas, está la realidad de como son. Y son distintos y diferentes, tal vez mucho mas limitados por no haber salido fortalecidos de ninguna experiencia difícil.

Otra de las cosas que mas me impresionó fue lo aislada que vive aquí la gente, lo poco abiertos que son, lo “fríos” como solemos llamarlos todos los extranjeros, hasta los ingleses! Muchos dicen que es porque son calvinistas o porque antaño Suiza quedaba aislada de todos en el invierno o que no tienen salida al mar.

Cosa que me resulta sumamente difícil es sacar temas de conversación. Cuando me encuentro con gente que no conozco, ya sea que vengan a mi casa por primera vez o estemos compartiendo una comida, me sucede algo que nunca me había pasado y es que ¡no sé de qué hablar! Se teje un silencio espeso y los rodea un aire de distancia que levanta un muro infranqueable, que una no se anima ni a preguntarles si trabajan o que cuernos hacen en su vida, para empezar a hablar de algo. Entonces, sucede otro milagro, me quedo callada y observo. Eso no me viene nada mal, pero me siento sumamente incómoda.

Me devano los sesos pensando cual es el lado positivo de vivir tan aislado o si es que no conocen ni pueden imaginar otro tipo de vida, mas solidaria, mas compartida, mas espontánea y divertida, pero no logro llegar a saberlo. Y escucho de Marcelo o de otras personas que llevan años viviendo aquí, las mismas quejas que tanto me afligen. En Suiza se vive así, con esa distancia insalvable, con maestros de jardín de infantes que saludan a los alumnitos dándoles solemnemente la mano, con gente que uno trata diariamente pero sin llegar a profundizar lazos basados en compartir el calor de la amistad, sin pedir nunca prestado ni solicitar favores.

¿Será por eso que los suizos no quieren casarse con suizas y las suizas no quieren casarse con suizos?

Pero por sobre todas las cosas, hay algo que tiene para mí un valor inmenso y es lo que me recuerdo cada vez que tengo una pataleta de desarraigo y me siento una verdadera desterrada: aquí hay seguridad. Mis hijos van y vuelven solos de cualquier lado y a cualquier hora y no se me pasa por la cabeza que puedan no volver a casa o que alguien les pueda hacer daño.

Ese es mi amuleto y es lo que hace que soporte estoicamente todo lo que tanto me disgusta. No puedo menos que estar agradecida a un país que me recibió, me formó, me ayudó a insertarme en una sociedad nueva, me dio trabajo y que se encarga de formar y cuidar a mis hijos.

Esa es mi realidad, vivir con lo que extraño, con lo que anhelo y aprender a enfrentar esos fantasmas nutrida por los lindos recuerdos y el agradecimiento de haber tenido la oportunidad de vivir mejor y segura, aunque lejos de mis múltiples afectos.