martes, 25 de agosto de 2009

Oldies: Medir el tiempo.

Momentos eternos.

Me resulta a veces confuso, poder medir el tiempo. Cronometrado por relojes, agendas y almanaques, se ve tan prolijo, encasillado, ordenado, rígido. Sin embargo, cuando uno siente el tiempo, nunca lo siente igual. Minutos interminables, segundos eternos, horas breves, días o semanas que se pasan volando (sobretodo cuando estamos de vacaciones), meses que se nos escapan de las manos y acumulan años en nuestras edades.

Cuando uno siente el tiempo, tal vez ocurra lo mismo que con los relojes de Dalí, el tiempo se tuerce y se desdobla. Los relojes, calendarios y agendas no cuentan, no pueden contenerlo y entonces es como que el tiempo plano, de una sola dimensión, literalmente no existe, desaparece, no cuenta más. Quizás porque cuenta más lo que sentimos y entonces, relegado a un lugar inferior, deja de tener importancia y entonces uno lo acepta así, como un telón de fondo difuso o invisible.

Recuerdo la primera vez que sentí el tiempo en toda su dimensión y su pesadez. Fue uno de los momentos más tristes de mi vida. Era la última noche que Edmundo pasaba en Pilar. Desde que, dos semanas antes, me había comunicado su voluntad de partir, pensé que era mejor que ese día llegara cuanto antes, para de esa forma, poner fin al sufrimiento que ya comenzaba a ser un compañero inseparable. Llevo grabada a fuego la imagen de esa última noche, cuando terminamos de separar los libros, me quedé recostada contra la biblioteca y sentí que los diez años que llevada por la rutina cotidiana de todos los días, siempre había considerado como un momento breve se amontonaban en mi espalda y en mi cabeza y cobraban un espacio nuevo y una dimensión desconocida. “El tiempo me pesa” dije y sentí el pasado proyectado vertiginosamente en un inmenso colage multicolor formado por el frío de los montones de inviernos, el letargo de las interminables tardes estivales, las hojas secas bailando en el viento de los otoños, el leve vuelo de las mariposas y las flores multicolores de las primaveras, los viajes, los nacimientos de los chicos, las fiestas, las peleas y las risas, todo junto enmarcado en un doloroso “nunca mas”. El presente era sólo dolor y el futuro una pequeña hoja llena de miedo. Tal vez fuera esa certeza del final lo que le daba al tiempo, agazapado en mi espalda, la sensación de mole invasiva, pesada, agobiante, enorme, demasiado cargado para mi entonces frágil comprensión de la realidad. Como si quisiera abrazar todos esos momentos vividos que se me escapaban y huían de mi vida, totalmente despojada, sentía que perdía todo lo que había tenido, incluso hasta los recuerdos. En ese momento el presente fue tocar el sueño destruido de un hogar que no fue, mirar impotentemente las maderas rotas del naufragio y respirar ese aroma de fracaso que nos llena el alma de cruda impotencia y las manos de una agria rebeldía.

Hoy, que he tomado distancia en todo sentido, pude recuperar todos mis recuerdos, que siguen formando parte de mi ser, y sé que todo ese dolor era necesario y que fue constructivo. Y no lo digo desde el despecho o el orgullo herido, sino desde la verdad de las acciones que inscribí después en aquella hojita de futuro vacío. Se me abrió un nuevo mundo más auténtico y mas en contacto con la felicidad que yo necesitaba. Me pude rearmar desde el abismo del vacío encontrando pedacitos de una Alejandra que desconocía y de otra que reconocía y abrazaba, ambas necesarias para volverme mas fuerte, mas sana, mas entera, mas humana. Los cuatro años que necesité para armarme y renacer en un espacio nuevo fueron la base que me dio la confianza necesaria para poder luego dar el inmenso salto de la migración que fue de alguna forma, empezar de nuevo.

Y pienso que la vida es así, vivir, aprender, cerrar ciertos ciclos y comenzar a fojas cero en otro camino a emprender. Para algunos es menos drástica y casi no notan los cambios, para otros, ignoro aún el por qué, es mucho mas marcada y obvia.

Vivimos en un mundo apurado, signado cada vez más por el tiempo, donde el minuto debe estar lleno de sesenta segundos siempre plenos y valiosos. Ese es el exterior. Todos sabemos que el interior es bien distinto. Lo de afuera es una capa superficial y necesaria para brindar un orden y una contención, para marcar el reto y el desafío, y debe ser un buen esclavo, nunca un amo. El tiempo interno está signado por el alma de cada uno y el alma no lleva reloj. Justamente porque el alma es eterna.

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