Hace dos años a Bárbara le robaron el celular en el colegio. Dejó el teléfono descansando sanamente sobre su banco y salió con todos al recreo y cuando volvió: ¡abracadabra! Nada por aquí y nada por allí. Lo mas grave fue que lo habíamos comprado hacía una semana y estaba aún ¡en pleno idilio! Por suerte también le había sacado un seguro, así que mientras secaba las lágrimas de mi ofendida y dolida hija, hicimos la denuncia en la police, llenamos los formularios del seguro y en una semana le entregaron el mismo teléfono, clon o gemelo del Missing in action.
Luego de haber pasado cuatro años en un colegio y conocer a todos sus compañeros y pasarla fenómeno (ahora el colegio es un club social, no como antaño), Bárbara cursaba en ese momento en un edificio nuevo, su primer año de Gimnasio (sería un tercer año de secundaria nuestra) y no tuvo la suerte de coincidir en la clase con ninguno de sus compañeros anteriores. Digamos que en el momento en que le robaron el teléfono, la mitad de la clase le parecía aburrida, insípida, insulsa, inexpresiva y privada de todo estímulo vital o inteligencia en cualquier estado, tiempo o espacio y a la otra mitad la consideraba malhumorada, histérica, hosca y poco apta para algún sentido del humor presente, remoto o futuro, y estaba a punto de confeccionar una lista para medir a quien odiaba más y si tenía sentido continuar viviendo de esta forma o era mejor buscar el modo de matarlos a todos de una vez.
El hecho de perder su móvil, no ayudó en nada a que el ambiente y los sentimientos de Barbara mejorasen. La situación con los profesores tampoco era brillante y es que ahora las cosas cambiaron tanto que los académicos no saben o no quieren mantener un buen nivel de comunicación con sus alumnos, bien o les tienen miedo y están a la defensiva o disfrutan infantilmente demostrando cuanto saben ellos y cuan poco los estudiantes tratando de ponerlos en ridículo delante del resto de la clase. Pero… como siempre que llovió paró y la vida nos otorga la oportunidad de cambiar todos los días, de a poco la situación fue variando, se fue creando una sana camaradería y de golpe mi hija volvió a sentir el inmenso placer de concurrir al colegio como antes. Tanto que al final del año escolar me confesó algo que yo ya había pensado pero que en aras de no sembrar la discordia retrospectiva, no quise traer a colación, “¿quién de todos esos encantos maravillosos, pudo haberle sustraído el teléfono en su momento?” Supusimos que nos quedaríamos eternamente con la duda.
También, a veces, la vida te regala el desenlace de ciertas situaciones que uno preferiría ignorar para siempre o dejar sepultadas en los mares del olvido.
A fines del año pasado, uno de sus mejores amigos, Greg (mi Greg, como ella lo solía llamar) le confesó, muerto de vergüenza que el teléfono había sido sustraído entre él mismo y otros dos. En realidad el tercero fue el que lo vendió y lo que había comenzado como una broma, terminó siendo una transacción comercial redituable. El tema fue que luego se hicieron muy amigos, pero muy amigos y entonces cada vez era más difícil decirle la verdad o volver atrás. Todo hubiera seguido así, sumido en las luces tenues de la omisión y el misterio perpetuo si el encanto que compró el teléfono no se hubiera ido a vivir a Australia y solo unos días antes de irse, hubiera tenido la mala suerte de ser detenido por la policía para control. Los agentes de la ley y el orden le pescaron marihuana de varios colores y decidieron llevarlo con ellos para abrir un prontuario o cobrarle una multa y ya en la estación de policía se percataron de que además el celular del muchacho coincidía con uno que portaba denuncia de robo. Fue así como Batinelli, al mejor estilo suizo, denunció a todos con pelos y señales y luego se tomó el buque y hoy vegeta junto a los canguros y los koalas.
Cuando vio que se venía la noche, Greg, optó por ponerse los pantalones y testear lo que sería comenzar a ser un hombre, se disfrazó de valiente por primera vez en su vida y en el recreo le confesó a Bárbara lo que había sucedido tiempo atrás cuando aun no eran amigos. Bárbara, me enorgullece decirlo, lo tomó con estoicismo, demostrando que es realmente un ser superior. Primero se enojó tanto que casi lo sopapea, pero pasado el impacto inicial, comprendió, gracias a todas las enseñanzas dejadas por su hermano primogénito, que todos tenemos momentos de imbecilidad y debilidad en la vida pero que eso no quiere decir que dejemos de ser buenas personas. Los dos chicos (visto que el tercero se hallaba fuera de radio) le ofrecieron un sobre con dinero que ella rechazó aduciendo que su teléfono había sido restituido por el seguro y que no le parecía bien aceptar el reintegro económico (¡con lo bien que nos venía!).
Luego recibimos la llamada de la policía, tuvimos que apersonarnos en la comisaría ya que había que reconocer al cuerpo del delito, retirar los cargos, puesto que a esta altura no queríamos agregar ya nada más a los culpables, quienes buen susto se habían llevado de comprobar que la justicia a veces tarda pero siempre llega. También le explicamos a los servidores públicos de la ley y el orden que el teléfono ya había sido restituido por el seguro y que por ende entendíamos que el mismo debía ser devuelto a quien correspondiera y cerramos el capítulo en paz.
O eso creíamos. Hace una semana recibí un llamado del Tribunal de Menores, sito en Lausanne, quien tuvo a bien informarme que tanto mi hija como yo (ya que aun es menor) debíamos apersonarnos in situ para recibir el famoso celular que volvió de la muerte. Supuse que en el “Manual suizo de respuesta a todo” no figuraba como resolver el hecho de que obviamente no saben, ni imaginan que hacer con el aparato en cuestión, y como no tenía ganas de discutir, me limité a tomar la dirección prometiéndoles que iríamos en un par de días.
Así fue que ayer nos encontramos camino a recuperar el teléfono que la vida se esforzaba en devolvernos con tanta firmeza y tan férrea voluntad. Antes de salir de casa, estudiamos el mappy para no perdernos y Barbara me recomendó imprimir todo, pero la verdad es que como voy conociendo Lausanne mucho mejor y parecía tan fácil llegar, (estaba ahí nomás del Flon) y como la impresora casi no tiene tinta, me dije que no, que llegaríamos igual sin necesidad de mapa. Y si, llegamos pero demoramos casi una hora en dar con el lugar. Esto no solo prueba que soy rebelde y cabeza dura y que puedo descartar la practicidad en los momentos más elementales, sino que las ciudades suizas tienen como una tercera dimensión a la cual no es fácil acceder. Y es que a la hora de la lógica, nos encontramos con que esta no solo no existe sino que hay como una perversidad implícita subyacente que burla las mejores intenciones. Yo recordaba bien que saliendo del Flon, debía seguir derecho por una avenida que desembocaría en la avenue de Rumine, de la cual surgiría eventualmente el “chemin de Trabandan”, pero por más que me esforcé y tomé todos los caminos posibles, no dimos ni con la avenida ni con el camino. Luego de varias vueltas sin sentido y de haber pasado por tercera vez por el mismo lugar, le hice caso a mi hija y paré a preguntar. La mujer que nos ayudó sabía adonde íbamos y nos explicó untando su relato con todo tipo de informaciones sabrosas, pero nos volvimos a perder. Igualmente ahora ya sabíamos que la avenida Rumine era una calle por donde circulaban buses y eso era un verdadero as en la manga contra el destino esquivo. En un momento, tiré por la ventana el mal humor que ya me estaba infectando el alma y a sugerencia de Barbara, empecé a disfrutar el hecho de estar perdida que comenzó a ser como un juego divertido. Si la vida me había deslizado en ese trance, en vez de ir en contra lo aceptaría con alegría y la verdad es que no fue tan difícil. Me di cuenta de que era un hermoso día de sol pero que el calor no molestaba, que en realidad no tenía ninguna urgencia ni nada que hacer y bien podía perder una hora paseando por Lausanne que nunca deja de ser una ciudad bellísima y encima, contaba con la preciosa compañía de mi hija, cosa que está comenzando a ser un verdadero lujo en estos últimos tiempos. Así que me lo tomé todo con mucha calma y con mucha risa. En un momento creí que nuestra búsqueda estaría terminada puesto que pasamos por el Palace Rumine que si no vi mal contiene una biblioteca. Con mucha expectativa busqué el cartel con el nombre de la calle pero no era lo que yo esperaba. Me dije entonces que la famosa avenida Rumine (supuestamente nombrada así por el palacio) estaría a la vuelta y me volqué a dar una vuelta manzana. Pero eso es imposible cuando las manzanas no son cuadradas y ese es el principal problema aquí donde todo es tan sui generis que es imposible adivinar que formato tiene cada bloque o manzana donde yacen los edificios y las casas. Terminamos ancladas en un semáforo frente al parking de La Riponne. Digo bien ancladas pues fue el semáforo mas largo de mi vida, tanto que le dije a Barbara “este semáforo ¿será anual?” Y comencé a imaginar lo que sería si existieran ese tipo de semáforos donde uno queda atrapado por un cierto tiempo y como que tiene que reestructurar su vida desde allí, hasta que se cumpla el plazo y pueda volver a ser libre y morar en su casa. Ya me veía erigiendo una carpita (al mejor estilo argentino) al lado del auto y buscándome alguna actividad en la zona. Casi una novela de Paul Auster (genio en el arte de mostrar situaciones descolocadas como si fuera lo más normal del mundo y elaborar con maestría todo el submundo que se crea a partir de las mismas).
Finalmente llegó la luz verde y decidí doblar a la derecha y siguiendo una avenida un tanto sombría nos dimos cuenta de que íbamos de mal en peor pues ya a esa altura no teníamos ni la mas remota idea de donde estábamos y nos habíamos adentrado en territorio virgen. La zona comercial se había transformado sutilmente en una zona residencial poblada de elegantes casas con jardín y regios petits-hotels también ajardinados y llenos de flores. Por suerte venía alguien caminando y como no había tráfico pudimos parar y preguntar con tranquilidad. El hombre en cuestión no hablaba casi francés y resultó ser un yanqui de San Francisco. Al principio dijo que no tenía ni idea de adonde íbamos, pero como le dimos un poco de charla, aflojó y de golpe se iluminó y dijo: “¡ya sé adonde van! Es por aquí, no sé bien donde, creo que si doblan en la primera calle a la derecha y bajan van a dar con la avenida Rumine y luego verán el cartel de Tribunal des Mineurs que las guiará”.
Le agradecimos y partimos muy entusiasmadas y así fue, estábamos muy cerca. Dimos rápidamente con el chemin de Trabandan pero allí surgió otro inconveniente típico de estas tierras tan antiguas y que es la nunca bien ponderada numeración trastocada de las calles. Ninguna ciudad europea que se precie mantiene un equilibrio ecológico o balance natural y parejo entre sus pares e impares. Digamos que son como los Capuleto y los Montesco sumidos en una eterna pelea. Eso quiere decir que normalmente si la vereda derecha esgrime el número 4, en la vereda de enfrente o izquierda, encontraremos con la mayor tranquilidad y sin motivo de preocupación ni susto, ni complejo alguno, al número 35 panchamente apostado. También abundan otro tipo de trucos sucios y bajos como la incorporación ilegal y alevosa del bis, que desestabilizan totalmente la sanidad mental del pobre cristiano, que inocente y cándido, trata de llegar pacíficamente a destino o dar con una dirección sin ofender, ni hacer mal a nadie.
Y aquí debo traer a colación dos ejemplos interesantísimos, verdaderas piezas de colección, que no tienen que ver con esta historia, salvo para ilustrar el tema caminero, pero que vale la pena que sean conocidos, así que sigan leyendo por favor.
En Nyon, pequeño pueblito donde vivo hay hasta donde yo sé dos casos de locura domiciliaria. El primero es el consultorio de mi psiquiatra (vaya coincidencia) que se encuentra en la rue de la Gare 18. Al llegar allí comprobamos que es una pequeña esquina donde mora el bar “Le Brasseurs” -que cultiva su propia cerveza la cual puede ser servida en tu mesa en una columna de vidrio transparente de dos metros- y una pequeña galería. También hay un cartel que dice “el 18: entrada por la calle lateral, ruelle de la Moraz”. Así que uno debe montar por la ruelle de la Moraz y caminar hasta encontrar el 18 donde se encuentra la entrada de algo que obviamente está censado de estar en otra calle por la cual no hay acceso. ¿Se entiende? Después de cuatro años de terapia, yo aún me sigo rompiendo la cabeza.
El segundo ejemplo es todavía más complicado. En la esquina de mi casa, o sea calle que corta y corre perpendicular al Chemin du Couchant (la mía) esta la Route de Divonne –donde se encuentra el colegio de Brandon- que baja hasta el lago. Pero hete aquí que los primeros cien metros de mi calle, pertenecen o se llaman también Route de Divonne solo para los números 22 al 26. No obstante ello, una vez pasado el hospital, se abre a mano izquierda de la Route de Divonne, otra Route de Divonne que tiene unos 300 metros y es donde se encuentra el colegio de Barbara –el Gimnase-. Resumiendo hay tres routes de Divonne, dos que corren paralelas y desembocan ambas en la –tercera- Route de Divonne que baja hasta el lago. Digo yo, habiendo tantos siglos de historia que nos legaron tanto prócer y tanta persona ilustre, ¿no se podía poner otro nombre a esta bendita calle para que la gente no se pierda o tarde meses en llegar a destino? Enigmas de hoy y de siempre.
Volvamos pues al tema actual, que dejamos varado en la numeración severamente despareja de las calles. Según pudimos comprobar en este caso la calle iba, como es normal, totalmente desprolija y trastocada en su numeración bilateral a lo cual se sumó el hecho de que descendía en bajada sinuosa y que cuando finalmente cruzó la vía del tren, tuvo lugar un hecho insólito: de la vereda de los impares quedo como un vacío, un blanco, y vimos un cartel que explicaba que los impares del 29 al 35 continuaban en otra calle que se abría transversalmente a mano izquierda de la que estábamos recorriendo. ¡De locos!
Conseguimos estacionar bajo el puente del ferrocarril y caminamos hasta el tribunal que resultó ser un edificio rodeado de escuetos jardines. Por supuesto que allí nos encontramos con otra sorpresa muy común y frecuente. Entramos al edificio y constatamos en el cartel de entrada que era el B, pero al llegar al fondo y subir al primer piso hallamos el famoso cartel de “al Tribunal de Menores entrada por el edificio C, primer piso”. Parecía la búsqueda del tesoro y me dije que si realmente alguien tiene que venir aquí a compadecer, te dan todas las opciones para abandonar y huir en franco escape y mutis por el foro.
Llegadas finalmente al tribunal, que resultó ser una oficina pública común y corriente, nos identificamos mediante la libreta de familia, nos hicieron firmar la constancia de recepción y nos entregaron el famoso teléfono. Barbara se emocionó al reencontrarse con su aparatito perdido en el tiempo y en la distancia y partimos felices de haber dado buen fin a la historia.
Como siempre digo, pues lo he constatado, cuando algo nos pertenece, no importa lo que pase o cuanto tiempo transcurra, la vida siempre devuelve. Y a veces, como en este caso, ¡devuelve doble!
Desde Nyon y estudiando la Filcar con verdadera añoranza, les mando un besote inmenso,
Alejandra
29.07.08
lunes, 18 de agosto de 2008
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1 comentario:
Maravilloso............me hiciste pasear, disfrutar un recital, sentir el solcito suizo, en fin, vivenciè perfectamente todo tu relato.
Nunca escribiste un libro????
Hasta pronto!!!!!!!!!!!!!!!!
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